el inicio de “retrato de una noche”
Tirado entre el barro del bosque, aturdido y dolorido, no recordaba cómo había llegado allí. Con la oscuridad de la noche no distinguía nada a mi alrededor, sin embargo, mientras me incorporaba, vi una luz brillar a unos metros. Acercándome intrigado, podía divisar una furgoneta, una tienda de campaña y un hombre sentado cerca de una hoguera.
La situación me agobiaba, ¿qué hacía yo allí?, ¿tendría ese hombre algo que ver? Quería huir de ese lugar, pensaba en adentrarme en el bosque en busca de una salida a ese laberinto de árboles. Cara a cara a la inmensa oscuridad, me encontraba atenazado por el baile de sombras que danzaban en lo más profundo del bosque, donde la nada cobraba vida haciéndome sentir como una presa inmóvil ante su cazador. Después de unos segundos intentando divisar una senda, un grito agudo y estremecedor me erizó la piel, caí desplomado encima de unas ramas secas. Me incorporé de un salto con la intención de ver la reacción de aquel hombre. Ya no estaba.
Empecé a tiritar, el viento se sumaba al frío otoñal del bosque, haciéndome mirar con recelo la hoguera. Decidí acercarme en busca de calor, al llegar a la explanada noté como si mi cuerpo ya no me perteneciese, como si hubiese atravesado un muro. La voluminosa hoguera se había convertido en mera ceniza, el campamento estaba desplomado y la silla estaba cubierta de polvorientas telas rotas.
Quise salir, pero mi cuerpo no respondía, no era dueño de él. Quedé sentado en la silla y una voz me susurraba: “El miedo será tu casa, tu alma será del bosque”. Aterrorizado, entendí que me veía encerrado en una cárcel de lúgubres árboles, castigado en una espiral de eterna noche, vigilado por aquellos que fueron condenados, compañeros de mi más absoluta soledad.