Construcción de un consuelo
Absorto, miraba la brillante espuma que rebosaba de la cerveza recién abierta. Las gotas resbalando por el fino vidrio me daba señales de que el camarero hizo caso a mi petición de “una bien fría”. Arrancaba con un par de tragos que me servían para resolver mis dudas sobre la temperatura de esta y, también, para dejarla por la mitad.
- “Un día duro, ¿eh?” -me decía el camarero mientras me servía un cuenco con patatas fritas, crujientes y grasientas. Arrugaba los labios hinchando los mofletes para finalizar con un corto soplido, confirmando su planteamiento con mi expresión. Si te pudieras tan solo imaginar el marrón en el que me veía envuelto, señor camarero, comprenderías hasta el último atisbo de mi preocupación.
Un largo bufido acompañaba al chasqueo de la piedra de mi mechero. De nuevo, aparecía el resoplido, pero transformado en un humo que disipaba toda duda de mi condición hiriente y dolida. Observaba intrascendente el cartel de “prohibido fumar” mientras 2 caladas seguidas hinchaban mis pulmones y aletargaban a mi cabeza inquieta.
Después de un largo rato con la mirada perdida, levantaba la cabeza en busca de una pequeña muestra de satisfacción. Satisfacción por la pena humana, por el sufrimiento ajeno, por la sencilla razón de pensar que alguien está aún peor que yo… Retorcido, pero cierto.
Podía observar a un hombre trajeado en el otro extremo de la barra. Tenía una sonrisa reluciente, la cual acrecentaba más y más con la animada conversación que había iniciado con el camarero. Me fijé en su reloj, parecía bastante caro. Pensé: puf, uno así resolvería la mitad de mis problemas.
Esto de buscar un compañero con el que conciliar caras largas y miradas de penuria había empezado bastante mal. Sin duda, el hombre trajeado no podía ser el elegido. Miré un poco más allá, junto a los baños, se veía a dos personas en una mesa. Uno de ellos estaba con los ojos cerrados y con dificultades para sostener la cabeza. Su cara era inexpresiva y daba a entender que estaba borracho como una cuba. Tampoco encontraría consuelo en él, ni sentía, ni padecía. De hecho, ojalá ser él.
El otro llevaba un sombrero de cowboy, parecía estar bastante sobrio aun sujetando una jarra de cerveza acompañada por otras 3 vacías. Sostenía un palillo entre los dientes y, con una actitud agresiva y envolvente, buscaba un desafío constante con el que poder descargar su ira, desenmascarar su odio y poder dañar físicamente a quien osase retarle. Indudablemente, quedaba descartado.
En la zona de la barra había un hombre ocupando un taburete maltrecho que, cabizbajo, acompañaba en sintonía a lo que esperaba encontrar con aquella exploración de mi entorno. Fija la mirada en su whiskey con hielo, lo remataba una y otra vez. Con la botella al lado, rellenaba el vaso hasta el límite del desbordamiento. Parecía bastante agitado, afectado por el chirriante sonido del estropajo que acariciaba los vasos, como parte de la humilde tarea del camarero por dejarlos resplandecientes.
Su rostro, como la banda sonora de una película de suspense, avivaba el fuego de su interior con cada tic-tac del segundero del reloj. Se podía sentir como su mano estrechaba cada vez con más fuerza su vaso de whiskey. Como apretaba los dientes, haciendo de su mandíbula un férreo bulto en su tez. Las lágrimas empezaban a descender por sus mejillas rompiendo contra la barra. Desquebrajaba el vaso mientras acercaba su otra mano al bolsillo. Vi como sacaba una fotografía y la apoyaba delante de él. Desvanecido por el dolor, se llevaba las manos ensangrentadas hacia la cara, producto del corte del vaso, y terminando con un llanto desgarrador y profundo.
¿De verdad era comparable mi dolor al suyo? ¿Podrían nuestras tristezas empatizar, ser amigas?
No dudé, me acerqué con la gran esperanza de poder ayudarle, pero, sobre todo, de poder ayudarme. De que mi pena se redujese en medida a la gravedad de sus problemas y que mi empatía le diese a mi mente su placebo mensual: -“Hay gente con mayores problemas que los tuyos.”
Le pregunté y estuvo durante largos minutos contándome su maltrecha vida llena, por completo, de problemas. Tras pasar una gran depresión después de la muerte de su mujer y su hija en un accidente de tráfico, se volvió alcohólico. Empezó a tener demasiadas deudas y le echaron de su trabajo. La vida se le echó encima, ahogándole cada vez más. Una losa gigante le impedía ver cualquier rayo de esperanza. Las pequeñas cosas ya no eran recurrentes en su vida quebrada y denostada por los mayores infortunios que había escuchado jamás.
Tras unos últimos sollozos, se levantó de aquel taburete y salió por la puerta sin mediar palabra. La vida tan difícil de aquel hombre hizo el efecto que buscaba encontrar. Ya no me sentía abatido ni golpeado por todos los males que rondaban mi destino. Tenía mucha suerte de hallarme en mi situación y poder seguir hacia delante. La posición de aquel hombre era muy preocupante y, probablemente, no tenga un bonito desenlace. Finalmente, mi yo interior experimentaba satisfacción plena, dibujando una sonrisa relajada en mi rostro y bañando mi cuerpo en una agradable sensación de alivio.
Me levanté para volver a mi esquina en el bar y observé que la foto que había sacado del bolsillo seguía en la barra. Ante mi estupefacción y preocupación se acercó el camarero a preguntarme qué sucedía. Le expliqué la situación del hombre y que había olvidado una foto que parecía muy importante para él.
Entre risas, al escucharme, el camarero sacó un periódico de debajo de la barra y lo posó en ella. Señaló la foto de portada donde salía un actor de Hollywood, el cual estaba en pleno crecimiento y que ganó varios premios en los últimos meses por su última película. Era él, en efecto, el hombre del taburete maltrecho. El camarero me contó que todos los días visitaba el bar para ensayar el papel de su próxima película. No era el primero, ni sería el último que se acercaba a saber de él.
En ese momento de confusión, mi corazón dio un vuelco, había vuelto al inicio. Más aún, había llegado a la conclusión de que era la persona más desafortunada que había visitado ese detestable bar; ese lugar donde confronté la cruda realidad, mi propia realidad.
De nuevo, mi esperanza se veía frustrada, y mi felicidad, que asomó la cabeza en vano, desaparecía como un reloj de arena, como una puñalada al corazón por cada fragmento de roca que resbalaba por el cristal.
Por último, rematé la cerveza y salí por la puerta sintiéndome el hombre más desdichado del mundo. Resignado con el actor que interpretó su papel en mi vida, tras una leve pausa y viéndole alejarse por la calle paralela, decidí seguirle y continuar siendo parte de su película.